jueves, 2 de noviembre de 2017

Amelia y el guardián de fuego.

En un universo, no muy lejano, repleto de flores y colores danzantes, había una pequeña guerrera. Piel de soles, caliente como la lava, ojos color leyenda, de cabellos libres y frenéticos que se elevaban al cielo en elegante disonía. Ella poseía la más bella voz, dulce, dulce, de especial resplandor. Pasaba sus tardes cantando, alzando su voz entre estrellas y mares. Un día, sin razón, comenzó a caminar y caminar, ella no comprendía muy bien la fuerza que la hacía moverse, pero tampoco podía detenerla. La luz del día comenzó a perderse en el horizonte, pero nada hizo que la pequeña guerrera detuviera su paso. Las tinieblas se abalanzaban sobre ella, un firmamento sin estrellas se cernía sobre su cabeza. Aún en la penumbra, sus oídos se llenaban de sonidos especiales, de canciones distantes. No sentía miedo, al contrario, una gran paz la inundaba cuando escuchaba aquellas voces lejanas. Entendió de repente hacia donde se dirigía, aquel reino que ya había olvidado pero que llevaba marcado en el alma. Ese, su reino, su casa, donde el guardian de fuego la aguardaba. Compañero fiel de tantas batallas, infalible felino, obsequiado por los dioses para marchar con ella.

Ellos se habían separado en el ocaso, destino fatal de los atardeceres, pero fresca brisa que florece para nacer nuevamente, el viento les elevó cual hojas de abedul, flotando delicadamente y juntándolos irremediablemente. Ambos, guerrera y guardián, ambos candentes y luminosos, emprendieron de por vida un camino de aventuras, iluminando el mundo con sus almas.

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